LA ZONA FANTASMA. 13 de julio de 2008.
"El pelma ante los plastas", por Javier Marías
El peligro de escribir un artículo cuyo tema ya le aburre a uno es que probablemente aburrirá a los lectores también, así que les ruego que me disculpen, de antemano. Pero la insistencia es tal, y la cerrilidad, y el no estar dispuesto a entender, que se hace obligado salir al paso una y otra vez. Lo peor de los feministas profesionales –y digo “los” a conciencia, porque cada vez hay más varones cobistas, que razonan con aún mayor simpleza que las policías de la feminidad– es que nunca responden a los argumentos que se les oponen. Tienen decidido que la lengua es machista y sexista –cuando sólo puede serlo el uso que se haga de ella–, que la mujer resulta “invisible” en el habla –sería más bien “inaudible”–, y las quieren cambiar por decreto, ya está. Exigen que se diga esto y lo otro, que se suprima del Diccionario aquello, y que sus ocurrencias adquieran rango de norma general. A menudo son de una ignorancia tan descomunal que, cuando se les señala, hacen como si no se hubieran enterado y a las pocas semanas vuelven a la carga con un nuevo engendro o arbitrariedad. O bien se enfurecen, e insultan a quienes hemos tratado de hacerles ver lo absurdo de sus propuestas. Eso los encorajina más, como suele ocurrirles a cuantos se dan cuenta tarde de que no llevan razón.
La penúltima pataleta ha sido la del “lapsus”, según ella, de la Ministra de Igualdad. Antes de que me hubiera enterado, ya me estaban llamando de agencias para que opinara sobre las “miembras” de la señora Aído. Aburrido como estoy de estas cuestiones, no cogí el teléfono ni una vez. Pero a los pocos días, en una rueda de prensa con motivo de la aparición de un libro, me cayó la inevitable pregunta, a la que respondí que decir “miembra” me parecía tan estúpido como si los varones empezáramos a decir ahora –y aún más grave, a exigir que se diga– “víctimo” cuando se hable de uno de nosotros, o “colego”, o “persono” o “pelmo”. Esto es, hay vocablos que son invariables y cuya terminación en a o en o no indica género. Si yo escribo que Carrero Blanco fue víctima de ETA, he de seguir empleando el femenino –por ejemplo en la frase “y ha sido la de mayor rango de todas ellas”–, por mucho que las exageradas cejas de aquel Almirante no admitieran dudas sobre su sexo. Lo mismo que si afirmo que John Wayne era una persona afable, debo añadir “y querida por cuantos la conocieron”, por mucho que Wayne se erigiera en uno de los símbolos de la virilidad (pese a llamarse Marion, por cierto, en la vida real). ¿Tan difícil de entender es esto, Santa Virgen?
Una momia del feminismo (a propósito, al decir “momia” tampoco indico si me refiero a una mujer o a un varón, es otra palabra invariable que sirve para los dos sexos, ¿o preferirían sus señorías que escribiera “momio” y “señoríos”?) aprovecha para condenar el empleo de “homicidio” en todos los casos, aunque el víctimo sea mujer, y aboga por la imposición de “feminicidio”. He ahí una nueva muestra de ignorancia brutal. La etimología de “hombre” es “humus”, sustantivo femenino que significaba “tierra” o “suelo”, lo cual más neutro no puede ser (de ahí “inhumar” o “exhumar”); y por eso, al decir “el hombre” en general, se está diciendo exactamente lo mismo que al decir “el ser humano” o “la humanidad”, que a los feministas a ultranza les parecen contradictoriamente bien, pues tanto “humano” como “humanidad” derivan de “hombre”. Así, “homicidio” engloba la muerte a manos de otro de cualquier miembro de nuestra especie, lo mismo que “elefanticidio” o “canicidio” englobaría la de cualquier elefante o perro, sin necesidad de precisar en cada ocasión si se trata de un elefante o un perro macho o hembra. Se habla de “el hombre” –“el terroso”, en origen– como se dice que “el león es carnívoro” o “la rata frecuenta las alcantarillas” o “el tigre es muy peligroso” o “la jirafa tiene el cuello largo” o “la cebra es rayada”. Según estos plastas, tendríamos que hablar siempre de “la jirafa y el jirafo”, “la rata y el rato”, “el tigre y la tigresa” y “la cebra y el cebro”. Desean hacer de la lengua algo odioso, inservible y soporífero.
Por lo demás, hace muchos años ya sostuve que cuantos sueltan la coletilla de “los españoles y las españolas”, “los ciudadanos y las ciudadanas” y demás, son sin excepción farsantes y demagogos de los que nadie se debería fiar. (Ahora hay también traductores que falsean los originales, y donde en inglés pone “the workers”, ellos colocan “los trabajadores y trabajadoras”, y todo así.) Porque lo cierto es que jamás siguen como estarían obligados a hacer. Nunca añaden: “Los vascos y las vascas están cansados y cansadas, hartos y hartas de que los y las engañen, los y las amenacen, y de ver cómo sus hijos e hijas quedan privados y privadas de futuro”. Saben que espantarían a sus oyentes y que no hace falta. Saben que en realidad, al decir “los vascos”, ya se están refiriendo a los de ambos sexos, y saben que quienes los escuchan lo saben también.
Sí, es muy aburrido, todo esto. Se explican las cosas una y otra vez, pero de nada sirve, así que hay que volver a explicarlo y a argumentar. La única conclusión a la que se llega es que este país tan plomizo está lleno de desocupados (y desocupadas), y que poco a poco lo acaban por convertir a uno en un pelma (y en una pelmo, por si las moscas).
JAVIER MARÍAS
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